El sanador estaba confuso sobre lo que le había pasado. Cuando no encontró a nadie en toda la casa, el pánico lo inundó como un incendio. Miró afuera de la habitación y se dio cuenta de que era media tarde. Potentes rayos de sol se filtraban por las ventanas. —¡Guardias! —gritó. Pero ninguno de ellos entró. Gritó una y otra vez, pero parecía que ni siquiera lo escuchaban. Levantó una lámpara de porcelana de la mesa y la arrojó por la ventana, pero la lámpara golpeó contra una pared invisible y se hizo añicos en el porche y a nadie le importó. El sanador ni siquiera fue capaz de abrir la puerta para salir de la casa. Estaba sellada con tantos hechizos que ni siquiera su voz alcanzaba a los guardias.