LA PRINCESA GUERRERA
La dinastía Ji brillaba como un sol eterno en el corazón del imperio, y entre sus muros de oro y mármol, la Princesa Ji era su joya más preciada. Única hija del emperador, su rostro era conocido y amado por todo el pueblo: sus ojos claros, como cristales de luna, reflejaban bondad, y su sonrisa, suave y cálida, podía calmar incluso el corazón más afligido. Todos la llamaban un ángel, no solo por su belleza sino por la manera en que extendía su mano a quienes la necesitaban. En palacio, los sirvientes la adoraban, los nobles la respetaban, y fuera de sus muros, la gente la veía como un tesoro viviente, un faro de esperanza en tiempos inciertos.
Pero incluso los tesoros más resplandecientes pueden ocultar cicatrices que nadie imagina.
La Princesa Ji jamás había sentido un amor tan intenso hasta aquel día en que conoció a Wang Chang, el hijo del general Chang, un joven valiente y atractivo que, desde el primer instante, capturó su corazón. Fue como si el tiempo se detuviera y todo el mundo desapareciera a su alrededor. Su primer encuentro fue breve, pero dejó una marca imborrable en su alma. Cada sonrisa, cada palabra, cada mirada de Wang parecía dibujar un futuro de felicidad eterna en la mente de la Princesa. Él se convirtió en su primer amor, su ilusión, la promesa de una vida que creía segura y llena de amor.
Lo que la Princesa no sabía era que ese amor era solo una pieza más en un tablero de poder mucho más grande que ella. El general Chang y su hijo habían tejido un plan meticuloso: acercar a Wang a la Princesa para ganarse su confianza y, eventualmente, destruir a la heredera y al emperador desde dentro. Ninguno de ellos mostraba debilidad; cada gesto, cada palabra, cada sonrisa estaba cuidadosamente calculada. Y la Princesa, confiada y ciega por su amor, nunca vio la traición que se acercaba silenciosa como la sombra de la noche.
El día de su boda llegó como un espejismo de felicidad. La corte celebraba, los tambores resonaban, y el palacio entero parecía bailar con alegría. La Princesa creía estar cumpliendo su destino, uniendo su vida a la de Wang Chang, aquel joven que había despertado su corazón. Pero la verdad era mucho más cruel que cualquier pesadilla: aquel matrimonio no era más que una trampa, una estrategia para asegurarse de que el trono quedara fuera de su alcance y que el emperador, su amado padre, fuera debilitado hasta la ruina.
Los días siguientes transcurrieron como un sueño sombrío. La Princesa comenzó a notar pequeñas señales, sutiles pero persistentes: miradas que no coincidían con palabras, secretos susurrados entre paredes que ella no debía escuchar, órdenes que contradecían la seguridad de su familia. El amor que había sentido se mezclaba con un dolor creciente, y la sensación de traición se clavaba en su pecho como una daga invisible. Pero aún así, se aferraba a la esperanza de que Wang pudiera cambiar, de que el joven que amaba fuera sincero al menos con ella.
Todo cambió la noche en que el palacio fue golpeado por la tragedia. Una noticia terrible se extendió como un fuego imparable: el emperador había muerto. La Princesa cayó de rodillas, incapaz de contener las lágrimas, el corazón quebrado por la pérdida de su padre y la certeza de que el mundo que conocía se desmoronaba a su alrededor. Pero su dolor se mezclaba con algo aún más profundo: la traición de aquel que había jurado amarla, de Wang Chang, quien ahora estaba implicado en el complot que había destruido su vida.
Sin pensarlo, la Princesa huyó. Corrió por los pasillos del palacio que tantas veces la habían protegido, atravesó los jardines iluminados por la luna y se adentró en el bosque que rodeaba la ciudad. Sus pies descalzos golpeaban la tierra húmeda, pero no sentía el frío ni el cansancio; solo existía el dolor, la desesperación y la ira que ardían en su pecho. Cada paso la alejaba de la seguridad que una vez conoció, cada rama que se interponía en su camino era un recordatorio de que su mundo había cambiado para siempre.
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