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Chapter 7: Robert Twin - Los locos nunca duermen

"No le temo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda."

Woody Allen

Robert se sentó frente a George. Sintió un puntazo en la cabeza que le hizo fruncir el ceño. Un fuerte trueno retumbó por todo el edificio. Eran las seis y media de la mañana y el sol se encontraba escondido entre las densas nubes de lluvia. La nieve ahora tapaba a todos los autos, imposibilitando las mínimas chances que había de irse o de que otras personas puedan llegar al Manicomio. Estaban solos.

—¿Acaso nunca dejará de nevar?—preguntó a su compañero y éste se encogió de hombros—Muy bien, todo empezó hace tres años—comenzó a relatar su historia de vida, o mejor dicho, aquella a la que lo obligaron a vivir—. El gobierno de Estados Unidos reunió a los mejores doctores del mundo para encontrar la cura para el cáncer. Cuando me reclutaron lo hice con gusto. Trabajábamos día y noche sin descanso, hasta que, luego de tanto esfuerzo nos topamos con la posible cura. La probamos en animales y los tumores desaparecían rápidamente, un virus que acababa con todas las células cancerígenas—se puso de pie y bebió un sorbo de agua fresca—¿Pero acaso esto funcionaría en el ser humano?—Volteó y se limitó a mirar el frío paisaje que brindaba el ventanal de la habitación—Fue cuando a muchos de los doctores los condujeron aquí, un sitio alejado de todo. Un sitio del que nadie sabe que existe. La prueba se realizaría con los enfermos mentales que padecían cáncer, para analizar los resultados...—La puerta sonó, alguien había golpeado tres veces.

—¿Doctor Twin?—se escuchó la voz ronca de un hombre.

—¿Sí?—preguntó, George tomó su pistola y le quitó el seguro. Le hizo un gesto para que no se acerque a la puerta­—¿Quién es?

—Lo están esperando en el primer piso para empezar. Por favor le pido que se apresure—lo pasos se alejaron sin que espere una respuesta.

—Esto es demasiado extraño doctor—le dijo George mientras enfundaba su pistola de un negro metal—. Tendremos que ir, no creo que la tercera advertencia sea tan cordial como las últimas dos.

—Muy bien...—tomó un cuaderno y su birome bañada en oro y se dirigió a la puerta decidido.

—Robert, por tu seguridad me mantendré cerca de ti. Espero que entiendas eso.

—¿Estás seguro George?—le preguntó y sonrió irónicamente—No te gustará lo que vas a ver, y mucho menos lo comprenderás. De hecho—dijo y bajó la vista preocupado—ni yo sé con qué nos enfrentaremos.

—Los militares entrenamos duro y no llegamos a altos rangos cuestionando los malos actos, lo único que importa es el fin, y no los medios para llegar a él. Tampoco sentimos temor fácilmente, somos de sangre fría doctor—Giró la manija de la puerta y dejó que salga primero Robert—. Me aseguraré de mantenerte con vida...

—Muy bien—le dijo y lo sujetó del hombro—. Vayamos al primer piso, si tienes dudas con gusto las responderé una vez que termine el día. Ahora tengo mucho trabajo y, por lo que me han contado antes de venir aquí, el motivo por el que me han llamado...—bajó la voz y se aseguró de que no se encuentre nadie—Creo que todo se ha salido de control...

George no entendió a qué se refirió con eso, hasta donde le contó estaban buscando una cura para el cáncer y habían encontrado al virus. ¿Entonces qué puede ser lo que se haya salido de control?

Se dirigieron al ascensor y el mismo frenó al llegar al primer piso, las puertas no se abrieron.

—¿Y esto?—preguntó George—¿Se trabó el ascensor?

Robert no respondió y presionó un botón rojo que marcaba la letra "C". Luego presionó los números tres, cinco, nueve y cuatro. El botón se puso de color verde y las puertas traseras del ascensor se abrieron. Aquel sitio era muy diferente al resto del edificio. Las quebradas cerámicas del piso y las puertas oxidadas demostraban el largo tiempo que llevaba abandonado.

—Según me dijeron, este sitio es tan secreto que nunca nadie vino a refaccionarlo, pues no podían ver lo que había dentro. Es por eso el estado deplorable—dijo Robert en voz baja. A medida que avanzaban George observaba por las pequeñas ventanillas con barrotes en las puertas. Una cama y un inodoro era todo lo que tenían las personas que se encontraban dentro de ellas. Algunos con sus chalecos de fuerza puesto, otros durmiendo. Una mujer le llamó la atención, al acunar a un bebé que no existía. Otro hombre mirando la pared fijo, repitiendo las palabras "Apocalipsis, muerte, infierno..." una y otra vez. En otra de las habitaciones la pared se encontraba completamente manchada de sangre, y el hombre que habitaba en ella golpeaba una y otra vez con sus puños la misma, cuando sus nidillos ya no daban más, comenzó a arañarla y gritaba un aterrador aullido al que los enfermos de otras habitaciones respondían con risas y más gritos.

Un golpe constante llamó la atención de George, a medida que avanzaban por aquel aterrador pasillo se oía cada vez más fuerte. Toc, toc, toc...

Cuando al fin llegaron a la habitación treinta y cinco, pudo ver a quien provocaba el sonido, una mujer de largo pelo gris recostada en el frío suelo, completamente desnuda, golpeando su nuca una y otra vez contra el suelo. Un charco de sangre rodeaba su cabeza, y ella sonreía mientras abría y cerraba su mandíbula, golpeando sus podridos dientes. Sus ojos grises se enfocaron en George cuando se asomó para verla, se clavaron en los suyos. Un frío increíble recorrió su espalda, y se vio paralizado.

—No frenes—le dijo Robert y lo empujó hacia él—. Recuerda, estás aquí para protegerme. No para entender esto...—George continuó el ritmo del doctor hasta llegar a la doble puerta que se interponía en su camino.

Robert presionó un timbre y se oyó girar la cerradura que mantenía cerrada ambas puertas. La doctora Annabeth abrió y sonrió al verlo.

—Lo estábamos esperando Doctor—se acercó para observarle el vendaje y continuó—. Me han informado del aterrador acontecimiento que sufrió. Espero que entienda las constantes advertencias de que no debemos salir de aquí...

—No soy un prisionero—dijo presionando sus dientes—. Estoy aquí porque me necesitan, en cuanto acabe con esta mierda me largaré ¿entendido?—le dijo molesto.

—Está más que claro Doctor, todos nos largaremos en cuanto terminemos nuestro trabajo—George volteó en ciento ochenta grados cuando oyó un desgarrador aullido proveniente del pasillo. Colocó su mano derecha en la pistolera y observó por la pequeña ventana de la puerta—Capitán, no se altere, aquí los enfermos gritan a toda hora...—dijo y sonrió.

—No estoy acostumbrado a habitar junto con los locos—le contestó rústicamente.

—Robert—prosiguió Annabeth— ¿Te molesta pedirle al capitán que espere en esta sala?—le señaló la habitación de la izquierda y sonrió amablemente.

—George estará conmigo en todo momento—le dijo serio, no se le ocurrió ni por un segundo alejarse del capitán —. No piense que lo dejaré aquí sentado mientras está mi vida en peligro, es el único que puede mantenerme a salvo.

—No sea tan extremista—tomó una tarjeta blanca de su bolsillo y comenzó a caminar hacia la siguiente puerta doble, a unos diez metros de allí. Ellos la siguieron—. Aquí solo estamos los doctores y nadie más. Aquellos que pueden hacernos daño se encuentran encerrados en sus respectivas habitaciones, tras una resistente puerta de hierro—Colocó la tarjeta sobre un lector y una luz verde se encendió sobre las puertas. Ella empujó y ambas se abrieron. Una sala de gran tamaño completo por libros, jeringas, fluidos en tubos de ensayo, camillas, chalecos de fuerza y centenares de cosas más la invadían. A los costados y al frente había un total de siete puertas. En aquella sala se encontraban los doctores Dimitri, Jack, Vivian y Jesús, además por supuesto de los nuevos ingresantes.

—Bienvenido doctor—le dijo Jesús al acercarse hacia ellos—. Esperábamos con ansias su llegada—sonrió enseñando sus blancos dientes que contrastaban con sus negros ojos, como su cabello—. Creí que lo veríamos en el hall...

—Lamento el retraso—se tomó de la nuca y presionó un poco el vendaje—. Pero ya estoy aquí—notó que los otros doctores se encontraban escuchando sus palabras—¿por qué no comenzamos?

—Al fin—dijo Vivian, una mujer de gran altura y delgada como un esqueleto, su escaso cabello gris y su pálida piel daban aspecto de que se encontraba en sus últimos años de vida, sus ojos, de un color celeste casi transparente se enfocaron en él—. ¿Usted hasta ahora que es lo que sabía?

—Que creamos la cura para el cáncer—le contestó sin dudar—. Que el virus A, al acabar con las células cancerígenas a una velocidad abismal salvó miles de vidas, o millones tal vez. Que conseguimos acabar con la enfermedad y las personas ya no le temen.

—Pero le temerán a otra cosa Doctor—le dijo Dimitri y le indicó a que se acerque hacia él—. Usted sabe muy bien que si lo citaron aquí es porque algo debería de andar realmente mal, de no ser el caso jamás habría pisado este centro de enfermos mentales...—Robert escuchó atento. George se aseguró de que la puerta se encuentre bien trabada y se incomodó al oír otro grito ronco, como si la persona que lo hizo tuviese las cuerdas vocales completamente deterioradas a punto de cortarse—Por meses, no ha sucedido nada, todo marchó a la perfección. Pero luego del día ciento cuarenta y seis, comenzaron los primeros síntomas—abrió un archivo desde la computadora y le mostró—El virus comenzó a reproducirse sin control, invadiendo al cuerpo entero y acabando con las células blancas y rojas, esto en cuestión de unos pocos días, o tal vez horas, dependiendo del huésped.

—Es una locura...—dijo Robert mientras se colocaba una mano en el mentón. No podía creer lo que estaba viendo, jamás un virus se apoderaba tan rápido de las células. Las absorbía como si se tratase de una esponja al agua.

—Esto no es lo peor de todo doctor—aclaró Dimitri mientras el video se reproducía—. El problema es cuando el virus encuentra por fin su objetivo y se apodera de él—Esperó unos segundos a que el video le muestre lo que estaba queriéndole explicar.

—El cerebro—dijo Robert deduciendo antes de verlo—. Se apodera del cuerpo en su totalidad...

—¿Es una enfermedad letal entonces?—preguntó George al escuchar las palabras de Robert.

—Peor—le respondió Annabeth—. Se apodera de la capacidad de raciocinio, el cuerpo olvida por completo su razón de existir, solo actúa por instinto y—se pudo notar cómo su voz tembló al terminar las palabras—solo pueden "pensar", si es que se le puede llamar así, en una cosa: matar y comer...

—¿Es una broma esto?—le preguntó George—¿Estamos hablando de zombies?— rio como si se tratase de una comedia—Parece una maldita película de ciencia ficción...

—No capitán, no le llamaría exactamente "Zombies" a esto, de hecho, no sé cómo les llamaría realmente. El cuerpo humano muta y se transforma en una bestia descontrolada, no se cansan, no sienten dolor, aumentan sus sentidos. Son máquinas de matar sin control—Robert comenzó a sentir mareos, su frente y axilas comenzaron a transpirar. Si lo que Annabeth dice es cierto, se aproxima una gran amenaza para el mundo entero.

—Eso no es lo peor Doctor Twin—le dijo Jack, vestía un ambo azul, su piel era áspera y oscura como la noche. Se acercó y le tendió la mano—. Es un gusto tenerlo trabajando con nosotros—le dijo y sonrió enseñando sus dientes perlados—. Temo informarle que no son las peores noticias.

"¿Peores que esto?" se preguntó.

—El virus es completamente contagioso—le interrumpió Annabeth—. Estos mutantes atacan rasguñando y mordiendo, y si su sangre se mezcla con la de un huésped sano, inmediatamente se transforma en cuestión de minutos.

"Entones no solo se aproxima una amenaza, sino que la propia extinción del ser humano" pensó, secó el sudor de su frente con la manga derecha de su ambo y observó a George que fue cómplice en la mirada mientras se encogía de hombros.

—¿Para qué me trajeron?—preguntó Robert.

—Porque creemos que usted señor, tiene la solución a todo esto—le dijo Jesús con completa seriedad—. Creemos que es el único que puede ayudarnos a encontrar una cura y salvar a millones de personas de la muerte...

—No creo poder encontrar una cura...—le respondió inmediatamente.

—Por favor, no se apresure a contestarnos, primero sepa qué clase de amenaza enfrentamos—Annabeth se dirigió a una de las puertas y esperó a que Robert se acerque. Una vez allí, abrió una pequeña ventanilla e iluminó con una linterna. Su corazón comenzó a palpitar con más intensidad que nunca. Por una parte, no quería saber qué se encontraba allí dentro, pero no podía huir de la situación. Lo que vio Robert en ese momento lo paralizó por completo. Un cuerpo humano, de un hombre tal vez volteó al presenciar la luz. Sus ojos estaban completamente negros, su piel lampiña de un color grisáceo chorreaba sangre áspera y oscura por sus venas cortadas, su mandíbula abría y cerraba produciendo un horripilante sonido que penetró sus sentidos. El extraño mutante emitió un enfermizo grito como si ya no le quedara voz alguna y eliminase de su garganta el aire putrefacto de sus pulmones. Robert no podía creer aquello que estaba viendo y no, no era un zombie, esto era mucho más horrendo y peligroso. El mutante, luego de emitir aquel desgarrador y penetrante gemido corrió a toda velocidad hacia la puerta, golpeándola con su cabeza una y otra vez. Robert saltó hacia atrás del temor y volteó a observar a George, que lo miraba con la pistola en su mano derecha. Los golpes se repetían cosntantemente, exaltando hasta al mismísimo George, al no comprender realmente qué es lo que estaba sucediendo en aquel sitio. Annabeth cerró la pequeña ventanilla y, como por arte de magia, el mutante dejó de golpear—¿Ahora entiendes por qué debes ayudarnos a encontrar una cura para esto?


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