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Chapter 2: 2

Ese señor Sommer tiene claustrofobia —dijo mi madre mientras cenábamos, hablando de la tormenta y del encuentro con el señor Sommer—. Tiene una claustrofobia grave, y eso es una enfermedad que te impide estar tranquilo dentro de tu habitación.

En realidad, claustrofobia quiere decir… —dijo mi padre.

—… que no puedes quedarte en tu habitación —dijo mi madre—. Me lo ha explicado muy bien el doctor Luchterhand.

La palabra claustrofobia procede del latín y del griego —dijo mi padre—, algo que el doctor Luchterhand debería saber. Se compone de dos partes: «claustrum» y «fobia»; «claustrum» significa «cerrado» o «encerrado» como en «claustro» o la ciudad de «Klausen» que en italiano se llama «Chiusa» y en francés «Vaucluse». Vamos a ver, ¿quién me dice una palabra en la que se halle el significado de «claustrum»?

—Yo —dijo mi hermana—. Rita Stanglmeier dice que el señor Sommer tiene tics. Le tiembla todo el cuerpo. Dice Rita que le pasa lo que al Temblón del cuento Cabeza de estopa. Nada más sentarse en una silla, le entra el tembleque. Sólo no lo tiene cuando anda, y por eso está siempre andando, para que la gente no se dé cuenta.

—En eso se parece a los caballos de uno o dos años, que, a causa de los nervios, también tienen espasmos y temblores la primera vez que toman la salida en una carrera. A los jockeys les cuesta mucho trabajo hacerles tascar el freno. Después se les pasa o, si no, les ponen anteojeras. ¿Quién me dice lo que significa «tascar»?

—¡Tonterías! —dijo mi madre—. ¡En el coche, con vosotros, Sommer hubiera podido temblar tranquilo, sin molestar a nadie!

—Me temo que el señor Sommer no quiso subir al coche porque utilicé una frase hecha —dijo mi padre—. «Se está jugando la vida», le dije. No comprendo cómo pudo ocurrir. Estoy seguro de que si hubiera utilizado una expresión menos trillada habría subido. Por ejemplo…

—Bobadas —dijo mi madre—. No quiso subir porque tiene claustrofobia y porque no puede estar encerrado en una habitación ni tampoco en un coche. ¡Pregúntaselo al doctor Luchterhand! En cuanto se encuentra en un lugar cerrado, sea coche o habitación, tiene depresiones.

—¿Qué son depresiones? —pregunté yo.

—Quizá —dijo mi hermano, que tenía cinco años más que yo y ya había leído todos los cuentos de los hermanos Grimm—, quizá al señor Sommer le pasa lo que al Corredor de Los seis invencibles, que da la vuelta al mundo en un día y cuando llega a casa tiene que atarse una pierna a la cintura para poder parar.

—Naturalmente, es una posibilidad —dijo mi padre—. Quizá el señor Sommer tiene una pierna de más y por eso ha de estar siempre andando. Tendríamos que pedirle al doctor Luchterhand que le atara la pierna a la cintura.

—Bobadas —dijo mi madre—. Tiene claustrofobia y nada más. Y contra la claustrofobia no hay nada que hacer.

Aquella noche, en la cama, esta extraña palabra me daba vueltas en la cabeza, claustrofobia. La repetí varias veces para que no se me olvidara. «Claustrofobia… claustrofobia… El señor Sommer tiene claustrofobia… Esto quiere decir que no puede quedarse quieto en su habitación… Y, como no puede quedarse quieto en su habitación, tiene que andar siempre de un lado para otro… Porque tiene claustrofobia y ha de estar siempre al aire libre… Si "claustrofobia" es "no poder quedarse en la habitación" y si "no poder quedarse en la habitación" es "tener que estar siempre al aire libre", entonces "tener que estar siempre al aire libre" es claustrofobia… por lo tanto, en lugar de utilizar una palabra tan difícil como claustrofobia, se podría decir, simplemente, que tiene que estar siempre al aire libre… Y cuando mi madre dice: "El señor Sommer ha de estar siempre al aire libre porque tiene claustrofobia", debería decir: "el señor Sommer ha de estar siempre al aire libre porque ha de estar siempre al aire libre…"». Empezó a darme vueltas la cabeza y traté de olvidarme de la extraña palabra y de todo lo relacionado con ella. Imaginé que el señor Sommer no tenía nada, que no le pasaba nada sino que, sencillamente, tenía que estar siempre al aire libre porque le gustaba estar al aire libre, lo mismo que a mí me gustaba trepar a los árboles. El señor Sommer estaba siempre al aire libre porque le gustaba, por eso y nada más, y todas las extrañas explicaciones y palabras latinas que los mayores habían inventado durante la cena eran una bobada tan grande como lo del hombre del cuento Los seis invencibles, que tenía que atarse la pierna.

Pero luego me acordé de la cara que le vi al señor Sommer cuando miré por el cristal trasero del coche, chorreando lluvia, con la boca entreabierta, sus ojos redondos de mirada fija y furibunda, y pensé: cuando uno está haciendo lo que le gusta, no mira de ese modo; una persona que hace algo que le divierte no pone esa cara. Pone esa cara el que tiene miedo; o tiene sed mientras llueve, tanta sed que podría beberse un lago. Otra vez me daba vueltas la cabeza y, con todas mis fuerzas, traté de olvidar la cara del señor Sommer, pero cuanto más me esforzaba por olvidarla, más clara la veía: cada pliegue, cada arruga, cada gota de sudor o de lluvia, el temblor de aquellos labios que parecían murmurar. Y el murmullo se hacía más claro y más fuerte, y yo oía la voz del señor Sommer que decía con insistencia: ¡Bueno, pues déjenme en paz de una vez!

¡Déjenme en paz de una vez…! Y entonces, por fin, pude apartarlo de mis pensamientos. Me ayudó a ello su voz. La cara desapareció, y me dormí enseguida.


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