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Chapter 2: Franziska

Mayo de 1990

A medida que se acercaba al paso fronterizo iba clavando los dedos en el volante. «Lauenburg/Horst», decía. Horst. Sonaba como un ave de rapiña que acechaba en lo alto, en su nido, observando, ávido de una presa…

«Ya me estoy dejando llevar por la imaginación —pensó, y bajó una marcha del coche—. Cornelia tiene razón: soy demasiado mayor para este viaje. Con setenta años todo se ralentiza, el cuerpo ya no es el de antes, la cabeza funciona más despacio. ¿Qué hago si no me dejan pasar? ¿O si me detienen? Los nobles hacendados y latifundistas tuvieron que abandonar la tierra. Quien se quedó pese a todo, lo hizo bajo la amenaza de cárcel y algo peor».

Se estremeció y se quedó mirando fijamente la carretera estrecha y asfaltada, flanqueada a ambos lados por broza silvestre y arbolitos. Aquella vegetación crecería en abundancia en primavera, eran plantas salvajes que se reproducían bien en tierra de nadie, a sus anchas.

Eran casi las nueve. Muchos coches se acercaban en dirección contraria, casi todos de Trabant y Wartburg, pero también había coches occidentales. Eso la tranquilizó. Todo iba bien, las fronteras estaban abiertas, no había motivo para caer presa del pánico. Aparecieron unos edificios planos, grises, con ventanas relucientes y un armazón de acero. El águila federal le dio la bienvenida.

El puesto aduanero de la RFA tenía un aspecto aburrido: había un empleado de aduanas tras un cristal bebiendo café, otro de pie fuera, que de vez en cuando escogía un vehículo de la RDA, le hacía enseñar los papeles y charlaba con los ocupantes. Su voz sonaba alegre, displicente, de vez en cuando reía. Nadie se ocupó del Astra blanco de Franziska, así que siguió adelante despacio.

Al otro lado de la frontera la carretera estaba formada por grandes placas de color gris claro, muchas estaban dañadas, en parte hundidas, había charcos en la vía. El coche iba dando tumbos, la suspensión estaba trabajando de lo lindo. Franziska olfateó, percibió un olor penetrante y apagó la ventilación. Lignito. Cornelia le había dicho que allí todo apestaba a lignito. Incluso la ropa, la comida, los libros. Al volver a casa había que ducharse enseguida y lavarse el pelo. Bernd, uno de sus compañeros de piso, incluso había eructado lignito.

Cornelia, la hija de Franziska, había estado allí hacía cuatro años, en un encuentro de jóvenes socialistas, cuando aún estaban cerradas las fronteras. No le había contado mucho, solo unos cuantos incidentes divertidos. Seguramente se había llevado una decepción, esperaba más del socialismo real, una especie de paraíso terrenal. Tal vez por fin su hija lo había entendido y había visto que con el comunismo no se llegaba a ninguna parte. Así no conseguiría quebrantar su rebeldía, tenía motivos de peso. Por desgracia. Franziska se arrepentía de haberle hablado a su hija de ese viaje. Con tanta emoción, incluso esperaba que Cornelia la acompañara en ese periplo al pasado, pero era absurdo. Su hija se limitó a dar vueltas con el dedo en la sien.

—Estás loca. A tu edad. Y que sigas conduciendo a los setenta años. Además, ya no queda nada. Lo quemaron. Se desmoronó. ¡No puedes retroceder en el tiempo, Franziska!

Empezó en 1968, cuando estudiaba el bachillerato. De pronto dejó de decir «mamá» y «papá» y los llamó «Franziska» y «Ernst Wilhelm». Ahí se produjo la fractura que durante los años siguientes no hizo más que ahondarse. La grieta que separaba a madre e hija. Dos mujeres, dos mundos, dos mentalidades.

Franziska siguió avanzando, despacio. Así que ahí estaban las fronteras de la RDA. Hacía tiempo que había visto la torre. Esbelta y blanca, con un ensanchamiento en la punta, parecía un nido de cornejas en un barco. ¿Los que estaban ahí arriba disparaban a los fugitivos? Bueno, ya no. Hacía meses que las fronteras estaban abiertas. Es que aún costaba de creer.

«Control fronterizo de Lauenburg», se leía en la placa. La construcción de detrás era compleja. La carretera se dividía en varias vías. Bajo unos techos oscilantes blancos había unas construcciones de cristal no muy altas donde estaban sentados los empleados de aduanas. La deslumbrante luz de los focos permitía distinguir todos los detalles de los vehículos que pasaban; los ocupantes destacaban como en una fotografía, y seguramente los aduaneros hasta podían contar las motas de polvo en las carrocerías.

Las instalaciones estaban flanqueadas a ambos lados por unos edificios de color blanco amarillento, también provistos de unas grandes superficies de cristal, muy impresionantes. Franziska había oído que registraban el equipaje, desmontaban los coches, confiscaban objetos. Sobre todo cuando los que visitaban la RDA regresaban a la RFA. Los aduaneros creían que los occidentales escondían a un fugitivo en algún lugar del coche. Por lo visto también habían realizado cacheos hasta en los lugares más íntimos del cuerpo. Y habían detenido a gente. Sobre todo a los suyos. Pero a veces también a gente de la parte occidental…

Franziska se sintió flojear, aunque sabía que ya había pasado todo. Se podían cruzar las fronteras con libertad, a no ser que pillaran a alguien con una maleta llena de droga o un recipiente de plutonio. O que fuera una Von Dranitz, hija de un noble hacendado y brutal explotador de la población rural necesitada. Dios mío, ¡pero qué cínica era!

En el puesto de control el tráfico era denso, los Trabant y los Wartburg avanzaban en dirección a Occidente sin ni siquiera parar, pero había dos camiones a un lado, en un aparcamiento, y los estaban registrando. Un aduanero joven y fornido con una gorra de visera verde se acercó a su Opel Astra y le pidió que parara el motor y le enseñara su pasaporte. Parecía de mal humor, seguramente no estaba de acuerdo con la evolución política de los últimos meses, temía por su estatus de poder, por su trabajo. La miró un momento, comparó a la mujer que tenía enfrente con la fotografía del pasaporte que sujetaba en la mano y comentó que le urgía renovarla. A continuación cerró el documento y se lo devolvió en silencio.

Ella lo recogió y se peleó con el bolso que estaba en el asiento del copiloto hasta que consiguió meter dentro el pasaporte. ¡Se estaba comportando como una tonta! El corazón le latía tan deprisa como si acabara de correr los cien metros lisos. El aduanero de gorra verde le indicó con impaciencia que avanzara de una vez. Franziska arrancó el motor, se le caló, lo arrancó una segunda vez y entró en la tierra prohibida abochornada y enfadada consigo misma. Hacia el Este. De regreso al pasado.

Pensó que los aduaneros tenían instrucciones. Nada de hablar con los del Oeste. Era algo que tenían interiorizado. Seguía siendo así. Con todo, podría haber sido un poco más educado. La fotografía del pasaporte tenía siete años. Entonces tenía sesenta y pocos, y tampoco había cambiado tanto durante este tiempo. No era alta, llevaba el pelo canoso con rizos cortos y tenía la típica nariz de los Von Dranitz: estrecha y un poco aguileña. «De pura raza», esa fue la definición de su madre. En algún punto de la serie de ancestros había un conde polaco. Ernst-Wilhelm, el difunto marido de Franziska, la definía como «afilada», con una sonrisa. Cornelia, que había heredado la nariz de su padre. Afirmaba que para tener una nariz Von Dranitz había que contar con una licencia de armas. Así perdió las simpatías de su abuela, pero de todos modos Margarethe von Dranitz falleció poco antes de cumplir los setenta años.

Los nervios fueron remitiendo poco a poco. Franziska entró en un camino vecinal, se detuvo y buscó la botella de agua en su cesta de pícnic. Se sintió mejor después de echar unos buenos tragos, los latidos del corazón se normalizaron y los temblores cesaron. Había superado la primera dificultad, no de manera brillante, pero estaba superada. En adelante no se dejaría intimidar con tanta facilidad. De hecho, a su edad, ¿qué tenía que perder? Absolutamente nada. Era libre, nadie tenía por qué darle instrucciones, era económicamente independiente y haría lo que le apeteciera. Y si se llevaba una decepción, se deprimiría, se desilusionaría, no le importaba. Por lo menos lo habría hecho. Y de eso se trataba.

El sol de mayo sentaba bien. Franziska abrió la puerta del coche y respiró hondo el aire fresco del campo. Bueno, olía un poco a ese maldito lignito. Una mezcla penetrante de madera y turba en llamas. Los prados estaban preciosos, de color verde claro, lucían exuberantes tras las últimas lluvias y brillaban bajo la luz matutina.

¿Eso de ahí detrás era un pueblo? ¿O una fábrica? Tal vez fuera también una de esas cooperativas de producción agraria, ¿cómo se llamaban? Un día Ernst-Wilhelm los llamó en broma «cooperativas de frustración monetaria». Bebió otro sorbo de agua, enroscó el tapón y guardó la botella en la cesta. Se la regaló su marido unos años atrás por Navidad, una cesta de pícnic con platos de plástico, cubiertos, cuencos con cierre, un mantel y servilletas de tela a juego. Fueron unas cuantas veces con Cornelia y sus amigas a la cordillera del Taunus, y el día antes ella preparaba carne rebozada y ensalada de patata. Luego Cornelia ya no quiso ir con ellos, y Franziska iba con Ernst-Wilhelm al Rin. Sin cesta de pícnic. En aquella época su tienda de bebidas iba bien y podían permitirse un capricho el domingo. Pescado del Rin, judías verdes finas y patatas nuevas, luego un helado con frambuesas calientes. Todo ello regado con un Riesling seco.

Seguramente Ernst-Wilhelm habría intentado disuadirla de que hiciera ese viaje. No le gustaba que hablara de la mansión Dranitz, como tampoco soportaba la vieja fotografía que colgaba enmarcada encima del piano. «Lo pasado, pasado está», decía siempre. «Vivimos aquí y ahora y no vivimos mal».

Murió en 1980 de un insidioso cáncer de próstata detectado demasiado tarde. Franziska lo cuidó durante un año, pero Cornelia no apareció hasta el último momento. Por aquel entonces estaba atrapada en una difícil crisis en su relación, además estaba estudiando para sus exámenes oficiales y tenía que cuidar de su hija de once años. Con todo, asistió al entierro de su padre y llevó a Jenny. Fue la primera vez que Franziska vio a su nieta, esa niña de semblante serio y pálido, con la nariz Dranitz y unos rizos de color cobrizo. Era el cabello de Elfriede. Franziska tuvo cuidado de no decirle a Cornelia que Jenny se parecía a su difunta hermana. No era el momento adecuado. Además Cornelia tenía prisa por volver a irse. Se había reencontrado con una antigua compañera de piso y las dos querían «recordar sus cosas».

A Franziska le dolió perder a su nieta tan rápido. La niña sentía curiosidad, buscaba su cercanía. Seguramente a la criatura le faltaba seguridad, no era de extrañar si su madre iba de un piso compartido a otro. Pero claro, ella era una anticuada. Cornelia le explicó que los niños necesitaban personas de referencia, pero que podían ser cualquiera, no necesariamente los padres. Y lo más importante entre el niño y la persona de referencia sucedía durante las primeras seis semanas de vida. Lo que los niños no necesitaban era una vivienda que oliera a moho, cortinas de tela, tapetes de ganchillo y una madre demasiado preocupada debido a su insatisfacción sexual. Por consideración a las circunstancias, Franziska evitó contestar.

Tenía que orientarse al norte, así que tomó la carretera nacional llena de baches que pasaba por Camin hacia Wittenburg y vagó de pueblo en pueblo pasando junto al lago Dümmer. Tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido. Era bonito: el agua reluciente, el cañaveral de la orilla, los pequeños botes pesqueros que se bamboleaban en el lago y el color verde lima tan fresco de la primavera que irradiaban todas las ramas. Las flores de los prados, amarillas, moradas, blancas. ¿Dónde había algo así en el Oeste? Había corzos en las lindes del bosque que pacían a última hora de la mañana con toda tranquilidad en campos florecientes, nadie los molestaba, no había gente de paseo, ni un perro, ni un cazador. Era el paisaje de su infancia. La amplitud era increíble, había bosquecillos en el horizonte, la forma oscura de los lagos, los días de buen tiempo podían verse las torres de las iglesias que sobresalían en los pueblos de los alrededores sobre las colinas. Así era la vista desde su habitación de niña.

Los pueblos permanecían casi intactos, aunque se habían añadido algunas horribles construcciones de grandes dimensiones con la inscripción «Casa de cultura». No encajaban con las casitas bajas de ladrillo, la mayoría aún cubiertas con cañas como antes. En los jardines se veían bancales con nabos, apios, puerros y todo tipo de hierbas, además de unas cuantas impatiens en ollas sobre los alféizares. Los pueblos parecían un poco venidos a menos. Muchos tejados de las casas estaban hundidos, las paredes de los escasos edificios nuevos tenían el revoque desconchado, en todas partes la pintura de las vallas lucía apagada. Muy de vez en cuando se veían correr gallinas o cabras en la ancha carretera rural, como antaño.

Eso no significaba que Franziska lo echara de menos: de niña vivió cómo su cochero se peleaba con un campesino por una gallina que murió atropellada y al final incluso llegaron a las manos. Entonces tenía cuatro o cinco años, y aquellos hombres que maldecían y gesticulaban con los puños le dieron tanto miedo que se escondió en el coche de caballos bajo una manta de lana.

Pasó por Schwerin en dirección al este. En los letreros figuraban los topónimos de su antigua patria. Crivitz, Mestlin, Goldberg… Se entregó con una sonrisilla a sus recuerdos. Su hermana pequeña, Elfriede, creía que existía una montaña dorada en Goldberg y preguntó si se podía llevar un trocito. Todos en el coche de caballos soltaron una carcajada mientras la niña los miraba entre sorprendida y avergonzada. Más tarde, su madre reprendió a la señorita… Dios mío, ¿cómo se llamaba la niñera? ¿Stiller, Steltner, Sellner? Bueno, en todo caso su madre la reprendió por contarle tantos cuentos.

En el campo no sucedían muchas cosas. De vez en cuando Franziska avistaba un tractor con remolque que rociaba un líquido sobre la siembra reciente. A veces se acercaba en dirección contraria un vehículo occidental, un Mercedes o un Audi, casi siempre negro. A diferencia de los vehículos de la RDA, emitían un sonido agradable y suave por las verdes avenidas. Sus ocupantes, la mayoría un solo conductor, no parecían tener mucho interés en la naturaleza floreciente y los pintorescos pueblos descuidados.

En la cafetería de la tercera edad de la parroquia de Königstein se hablaba de que el Este ahora se vendería. Los habitantes del Este daban sus muebles antiguos «por una manzana y un huevo» y encargaban a cambio sofás con tapicería en Quelle. Antes se enviaban paquetitos con café, harina, azúcar y lana para tejer «ahí arriba», a «la zona del Este». Más tarde algunos empezaron a escribir que eso ya lo tenían ellos. Querían patrones modernos para coser, chaquetas tejanas, crema de cacao y galletas Príncipe. Se habían vuelto unos descarados, venían con exigencias. Tampoco querían la ropa y los zapatos de segunda mano.

De todos modos, ya se habían acabado los paquetitos, ahora los familiares podían viajar a la Alemania Occidental y satisfacer ellos mismos sus deseos. Así, algunos habitantes de la zona Oeste se vieron sorprendidos por la visita de los del Este. Llamaban a la puerta y aparecía el tío Rudi, de Chemnitz, con una sonrisa de oreja a oreja, y empujaba al otro lado del umbral a su tribu de cinco miembros. Esas visitas podían prolongarse semanas y poner a prueba los nervios y la economía de los anfitriones…

Franziska no había recibido ninguna visita, y tampoco había enviado ningún paquetito. Los Von Dranitz, Von Wolfert, los Von Hirschhausen… ya no existían en el Este. Como mucho quedaban los antiguos empleados, pero nunca había tenido contacto con ellos. Cuando su madre, Margarethe, aún vivía, celebraron un par de reuniones familiares en Hamburgo a las que se presentaron algunos primos y primas lejanas de la rama de los Von Wolfert, así como el viejo Alexander von Hirschhausen y el cochero Josef Guhl, que en 1946 los acompañó hasta Hamburgo. Su madre les tenía mucho cariño por haber mantenido unida a la familia pese a todas las dificultades.

«Sin familia no eres nadie», decía. «Hemos estado unidos durante siglos, hemos superado épocas difíciles. Quien gozaba de bienestar ayudaba a aquellos que pasaban necesidad, quien tenía contactos los utilizaba para que los jóvenes prosperaran. No hace falta querer a todos los miembros de la familia, pero juntos conforman una gran comunidad, un refugio seguro».

Por aquel entonces Franziska se burló del comentario. Consideraba que esa filosofía ya no se adaptaba a los tiempos, ni mucho menos a la vida bulliciosa y ajetreada de la gran ciudad de Frankfurt. Además, Ernst-Wilhelm siempre había tenido problemas con esa «gentuza noble», así que, para gran disgusto de su madre, ya no asistió a más encuentros familiares en Hamburgo. De todos modos tampoco se celebraron muchos más, seguramente porque sus primos y primas pensaban lo mismo que ella.

Malchow. Waren del Müritz. El lago interior de Müritz era como un ancho mar, con olas pequeñas que lamían la hierba de la orilla. Allí apenas había cambiado nada. Volvieron las palpitaciones. Inquieta, Franziska agarró con fuerza el volante para que no le temblaran los dedos. Ya no quedaba mucho.

Se preparó. Estaba segura de que se llevaría una decepción. La cuestión era hasta qué punto estaría mal. Quizá ni siquiera existiera. Ni una piedra sobre otra. Todo desmoronado, lleno de malas hierbas, invadido por la maleza…

Giró a la izquierda en dirección a Vielist y subió por la antigua carretera. Unos cuantos árboles en el margen de la carretera habían caído, los baches se sucedían unos a otros como antes, incluso peor, pues entonces se rellenaban de grava una y otra vez. Los recuerdos la asaltaron como una potente ola. Franziska vio cómo frenaba un vehículo de la Wehrmacht, con un comandante sentado en el asiento trasero. Levantó la mano para saludarla y se fue. Un fantasma del pasado.

En 1945 pasaron por allí en un coche con toldo para huir de los rusos. No lo consiguieron.

Dejó a su derecha el gran castaño y siguió por el camino vecinal entre espinos blancos floridos, sin esperar nada. No lo consiguió, pisó el freno y se quedó mirando el letrero. Colgaba torcido y medio desmoronado en el poste que el inspector Schneyder hizo renovar antes de irse. Cincuenta años atrás… «M…ión Dra…tz» se descifraba. Mansión Dranitz. Por lo menos el letrero seguía ahí.

Siguió avanzando, despacio. A la izquierda debería aparecer el parque, pero solo se distinguía una especie de zona boscosa. Todo estaba cubierto de vegetación. De vez en cuando se veían árboles caídos, con los tocones cubiertos de moho, en proceso de putrefacción. Las matas crecían a sus anchas en los claros, se espigaban lozanas, y los arbolitos competían por el sitio libre. A la derecha se veían casas bajas de ladrillo que pertenecían al pueblo de Dranitz. La iglesia con la torre puntiaguda donde antes brillaba el gallo dorado al sol había desaparecido. En la RDA habían abolido el cristianismo, no necesitaban iglesias.

A la izquierda se fue disipando el bosque; ahí debía de estar la entrada. La señorial puerta que daba a la entrada de castaños. Los pilares estaban bien construidos y cubiertos de un revoque claro, y encima descansaba una esfera de piedra que antes era dorada. Las hojas de la puerta eran de hierro forjado con un trabajo suntuoso; todas las primaveras había que quitarles la herrumbre y pintarlas de nuevo. No quedaba nada de ellas. Ni un poste, ni una piedra. También las esferas habían sido engullidas por el tiempo. La preciosa entrada de castaños se había esfumado, pero tras los pinos y los troncos de hayas avistó edificios.

Franziska giró la manivela de la ventanilla, y aun así tardó unos segundos en ver con claridad. En efecto, había unos edificios. No cabía duda, no habían arrasado con todo. A la izquierda, las paredes de la casa que se veía entre los pinos, grises, desmoronadas, podían ser de la casita del inspector, antes tan bonita. A la derecha, un camión tapaba la vista. Dos hombres estaban descargando algunos objetos. Siguió un trecho para verla mejor y luego se detuvo.

Ahí estaba. ¡Dios mío! Seguía en pie, no estaba quemada ni derruida. La mansión. Le pareció más pequeña que antes, más gris, más sencilla. Faltaba el precioso porche con las columnas, también habían cambiado la puerta de la casa, pero las ventanas y el techo estaban intactos. Las dos casitas de caballería a derecha e izquierda, que antes servían de refugio de los coches de caballos y automóviles, estaban en ruinas. Pero la mansión seguía en pie.

Franziska paró, apagó el motor, sacó la llave y bajó. Ahora el corazón le latía con calma, los temblores habían desaparecido y caminaba con paso firme. Poco a poco, disfrutando del momento de su regreso, fue siguiendo un angosto sendero que transcurría entre los árboles hasta la casa y que antes no existía. Allí, en aquella mansión, nació ella, allí jugaba con sus hermanos, allí habían vivido sus padres, en aquel cementerio estaban enterrados sus antepasados.

Llevaba más de cuarenta años sintiendo nostalgia por ese lugar. Ahora había llegado a su destino.

Aquel era su sitio. Iba a quedarse ahí costara lo que costase.

—Busca la tienda de la cooperativa, el Konsum, ¿verdad? —preguntó una voz de mujer—. Tiene que ir ahí detrás.


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