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Chapter 2: Prólogo – Sueños y soledad

Los sueños trascienden la vida siendo únicos, comunes o hereditarios: forjan nuestro destino. Vuelcan tu existencia e influyen a otros; moldean la realidad, tus acciones y forma de ser. Algunos son fugaces y otros eternos, sólo las voluntades los mantienen firmes.

¿Qué necesito para considerarme humano?, ¿por qué no los entiendo?

El universo es tranquilo y despiadado; en ocasiones es un enloquecedor silencio o un escándalo; en comparación, los problemas de cada individuo eran insignificantes. 

El espacio y el tiempo eran tan infinitos que los cambios eran inapreciables. 

Parte de mi vida la dediqué analizando a los humanos, y descubriendo que los odiaba.

Los paisajes, ruidos y acciones eran monótonos; para mi percepción, viví un sin fin de años.

Residía en una era de paz donde la guerra era casi nula, pero preservaba sus defectos.

La mayoría pensaba que la vida era divertida, pero nunca aceptaría sus métodos: mentir, ignorar, engañar, romper con la pareja, beber alcohol y fumar, reírse de las desgracias de los demás…

Odiaba lo inaceptable, fuera humano, extraterrestre, mis padres, amigos o incluso dios.

Estaba atrapado en estos pensamientos rutinarios que incrementaba con el tiempo.

Para mí eran una sola entidad: mentes con diferencias mínimas, robots mal programados.

Perdonaba las mentiras sutiles que no buscaban herir, pues quieres sorprender o bromear; pero engañar para acuchillar no lo toleraba.

Mi percepción se tornó sensible, los odiaba a todos. Aun si rompiese estas rejas imperceptibles, ya era lo normal.

Siempre solo, desde que dejé la secundaria, o incluso mucho antes de que me percatase; no encajaba con nadie, y sin un anhelado futuro.

Incluso cuando encontré mi sueño e intenté cumplirlo con toda mi alma, mi esfuerzo y sueño se tornaron en mi contra: estaba tan despedazado que mis dilemas no cambiarían.

No tenía solución, me aislé con los videojuegos y consumiendo historias ficticias.

Cualquier método me servía para deshumanizarme, incluso el significado de las palabras se alteraba de lo que un humano estaba familiarizado.

Acostumbraba tener cortinas cerradas, la luz se tornaba dañina.

Me gustaba el orden y la limpieza; mi habitación conectaba al patio y, al salir de noche, la luna era el centro de atención.

Vivía en un pueblo fantasmagórico que transmitía soledad, y el claro lunar lo incrementaba.

Sacaba la basura en cortas caminatas sombreadas en un silencio absoluto; al volver, alzaba la vista al cielo azulado con esas nubes sigilosas: incluso de día la soledad me devoraba.

Me sentía atrapado, como si el cielo y las nubes fueran patrañas: era igual que mirar al techo.

Algunos me consideraban parásito por no trabajar, pero yo estaba orgulloso de mi vida.

—¿Cómo podría estar orgulloso alguien inútil como tú que no tiene nada? —decía quienes eran incapaz de cumplir mi sueño.

Algunos se burlaban de la gente inculta; ¿eso es respetable?

Los humanos tenían fallos, no solían tener criterio, empatía o conciencia.

Prejuzgaban sin poner esfuerzo, era como escribir una novela y que menosprecien tu trabajo sólo porque no les gustó el protagonista o no tuviera el desenlace imaginado.

Por ejemplo: aunque no reúnas información sobre el alcohol, con observar a un bebedor, lo sabio sería evitarlo; en cambio, imitaban a sus cercanos y desarrollaban problemas.

Lo que para mí era un problema, para otro era una minucia.

Nadie decide por otro qué está bien o mal; dependiendo del objetivo de cada individuo, sus principios serían diferentes. Discutir ideales o enfadarse sin razón estaba mal, pero peor era hacer las cosas a ciegas.

Si tu sueño es beber el mejor alcohol arriesgando tu vida, yo no seré quien te lo impida.

Sentía que era sincero y me esforcé en cumplir mis objetivos.

Para algunos era aún joven; objetaba, pues la importancia que le di a la vida era distinta. Puede que mis padres se percataran, por ello no me forzaban a hacer lo que odiaba.

Aun cuando mi esfuerzo era real y mayor que el de otros, muchos otros sólo se dedicaban a menospreciar el sueño de los demás; para mí eran inaceptables.

Mis días de soledad transcurrían a sabiendas de que podría llegar mi fin. Aun si perecía, me sentía realizado; muy posible moriría antes que mi progenitor. No me consideraba negativo, sino realista.

Sentía como si los demás fueran huevos sin eclosionar: no se expresaban.

Nacer era una maldición, había cosas positivas, pero pintadas encima del dolor.

¿Quién no quiere descansar para siempre? Imagina no haber existido, nadie tendría que sentir, vivir o morir: como un espacio blanco e infinito que se extiende en el horizonte.

¿Querer vivir una eternidad por miedo es correcto? Quieren vivir para no sufrir y discriminan a los que piensan diferente.

¿Morir equivale a revivir la inexistencia?

Los malditos anhelaban la inmortalidad, para los que se aferran a algo el resto de sus días.

Si existe la reencarnación, me gustaría no hacerlo. Si por mi mala fortuna lo hacía, mi resentimiento no desaparecería.

No creía en dios, pero rezaba con mi alma descansar una eternidad.

Si fuera dios, de seguro hubiera querido extinguir a la humanidad.

El tiempo transcurría sin freno, cada vez estaba más agotado. Era tanta la soledad que otro malestar era insignificante. Consideraba un milagro que, con mi cuerpo y alma al límite, pudiera moverme.

Cada vez pasaba más tiempo tumbado, y así fue como llegué hasta los 22 años.


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