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Chapter 29: Capítulo 29.- Amagar y eludir VI

Las otras dos damas presentes, según recordaba Darcy, protestaron enseguida por las expresiones de duda de la señorita Eliza, pero el señor Hurst se quejó por la falta de atención al juego, llamándolas al orden. Pocos minutos después Eliza se retiró, llevándose con ella todo el brillo que había tenido la velada. Satisfecho por la manera en que había comenzado, Darcy rehusó amablemente jugar otra partida y, tras llamar a su ayuda de cámara, dejó a los Bingley solos.

¡Ciertamente no es ninguna aduladora!, pensó Darcy riéndose para sus adentros, mientras daba vueltas en la cama en busca de una postura más cómoda. Ella no estaba dispuesta a tragarse con una sonrisa cualquier estupidez con tal de complacer, ni a inclinarse frente a una encarnizada oposición.

—Señorita Elizabeth Bennet —dijo Darcy como si se estuviera dirigiendo a ella—, independientemente de sus desafortunadas relaciones, es usted una joven muy particular. Me pregunto qué armas traerá mañana a la batalla.

A la mañana siguiente, la señorita Bennet se encontraba un poco mejor, gracias a los amorosos cuidados de su hermana; en consecuencia, fue enviada una nota a Longbourn. La respuesta a dicha nota, con la presencia en la puerta de Netherfield de la señora de Edward Bennet y sus numerosas hijas, se produjo, en opinión de Darcy, demasiado pronto. En ese momento, ellas se encontraban visitando a Jane Bennet, mientras que él y los Bingley deambulaban por el comedor del desayuno, esperando a que las damas bajaran. Bingley mataba el tiempo paseándose de un lado a otro, sentándose para dar un sorbo a su taza de té, volviendo a reiniciar su marcha, dejándose caer luego en un sillón que había contra la pared y poniéndose a jugar nerviosamente con los pastores de porcelana que decoraban la preciosa mesita que estaba junto al sillón.

—Charles, por favor deja la porcelana sobre la mesa, antes de que se rompa —siseó la señorita Bingley, cuya escasa paciencia estaba a punto de agotarse ante la intrusión de la familia Bennet—. ¡Y, por favor, deja de pasear! —añadió cuando Bingley volvió a levantarse del sillón—. La señora Bennet no tiene nada que objetar. Le hemos proporcionado a Jane todas las atenciones posibles y ella está recuperándose. Las muchachas campesinas son criaturas notablemente fuertes, ¿no es así, Louisa?

—Así es, Caroline. ¡Cómo si no podrían ser tan excelentes caminantes! —La risita de la señora Hurst fue interrumpida por el sonido del picaporte de la puerta.

La señora Bennet entró en el salón delante de sus hijas, agitada y preocupada por el estado de Jane y el horror que le producía la idea de trasladarla a Longbourn, lo cual sólo sorprendió a Bingley. Cuando terminó su amplia retahíla de temores y exaltación de las virtudes de Jane, Darcy tuvo la certeza de haber resuelto el misterio del particularmente imprudente viaje de la señorita Bennet a Netherfield, hacía dos noches. La única pregunta que quedaba y que le inquietaba desde que habían enviado la nota a Longbourn era a quién llamarían para que continuara cuidando a la señorita Bennet. Era posible que la señora necesitara la presencia de Elizabeth en casa y enviara entonces a otra hija para que probara suerte en Netherfield. O a una criada… o, Dios no lo permitiera, juró mentalmente Darcy mientras apretaba la mandíbula, ¡era posible que la madre pretendiera quedarse! Darcy estudió el rostro de Elizabeth mientras atravesaba el salón detrás de su madre y se sintió intrigado por la ansiedad que vio en él. Esto no augura nada bueno… ¿Puede haber algo de verdad en el alboroto de la señora Bennet? No, si ella está nerviosa ¡es por su madre! Darcy continuó observándolas desde su lugar privilegiado junto a la ventana, con el sol brillando sobre sus hombros, como si estuviera asistiendo a una obra de teatro. La señora Bennet sonreía con afectación, mientras sus hijas más jóvenes miraban con asombro el lujo del salón y los vestidos de las damas, riéndose y murmurando entre ellas de la manera más vulgar. Para escapar de las payasadas de sus parientes, Elizabeth se había refugiado junto a Bingley, en un soleado saloncito adyacente. Darcy notó que ahora parecía menos tensa.

—Lizzy —la voz de la señora Bennet interrumpió la brillante conversación de su hija—, recuerda dónde estás y deja de comportarte con esa conducta intolerable a la que nos tienes acostumbrados en casa.

Cuando la voz chillona hizo que se suspendiera toda conversación en el salón, también las reflexiones de Darcy fueron acalladas. El caballero sintió que los músculos de la espalda se ponían en tensión. Miró la cara de Elizabeth para ver cómo una fugaz expresión de dolor cubría su reservado semblante, antes de girarse hacia su madre. ¡Aquella mujer era insoportable! Hirviendo de disgusto, Darcy le dio la espalda al salón, antes de que él mismo sobrepasara los límites de la cortesía. ¿Acaso era tan inconsciente como para reprender a su hija en público?

Bingley intervino enseguida para llenar el silencio que se produjo después.

—No sabía —dijo, siguiendo el hilo de la conversación que sostenía con Elizabeth antes de la interrupción de su madre— que se dedicase usted a estudiar el carácter de las personas. Debe de ser un estudio apasionante.

—Sí —contestó Elizabeth. Su voz sonó, al principio, un poco insegura, pero se fue normalizando a medida que siguió hablando—: Y las personalidades complejas son las más apasionantes de todas. Al menos tienen esa ventaja.

Darcy se dio la vuelta al oír sus palabras, decidido a animar a Elizabeth y a desautorizar a su madre.

—Pero el campo, en general, no puede proporcionar muchos sujetos para tal estudio. —Elizabeth levantó la vista y lo miró con gesto inquisitivo—. En un pueblo —explicó Darcy— se mueve uno en una sociedad muy limitada y homogénea.

—Pero la gente cambia tanto —replicó Elizabeth y una chispa de burla testimoniaba que tras sus palabras se escondía un ejemplo—, que siempre hay en ellos algo nuevo que observar.

—Ya lo creo que sí —exclamó la señora Bennet de manera estridente, evidentemente ofendida por la manera en que Darcy había hablado de la gente del campo—. Le aseguro que eso ocurre lo mismo en el campo que en la ciudad.

Darcy se quedó mirándola, incapaz de creer que él fuera el destinatario de los insoportables modales de una persona como ésa y el objeto de su abierta antipatía. Su mirada voló después hacia Elizabeth. La expresión de inquietud mezclada con mortificación estaba regresando a su rostro. Darcy se tragó el punzante desaire que luchaba por salir de su boca, apretó los labios con fuerza y se alejó en silencio.


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