Sobre el campo descendió un tiempo inclemente, que envolvió la tierra en una bruma helada que a menudo se disipaba en forma de lluvia. La señorita Bingley sintió la llegada y la permanencia de ese molesto clima como una ofensa personal a la que tenía que enfrentarse diariamente. Su hermano la miraba con cierta inquietud, temeroso del efecto que tendría sobre la asistencia al baile, pero la satisfacción de Darcy con su aislamiento obligado asombraba a sus acompañantes. Los días que precedieron al baile fueron pasando mientras él y Bingley trabajaban en distintos planes para la mejora de Netherfield y, cuando el tiempo lo permitía, compartían su experiencia al aire libre en los campos de caza. Pasaron varias noches fuera, en casas influyentes de la comarca, y dedicaron algunas tardes a descubrir a ciencia cierta la verdad de las historias sobre la legendaria raza local. A juzgar por las apariencias, Darcy no parecía estar en absoluto interesado en el próximo baile, tal como se había propuesto. Pero, en realidad, se estaba preparando para él con gran dedicación.
Su estrategia era elegante en su sencillez: primero despertaría la curiosidad de Elizabeth ausentándose de todos los lugares en donde podrían encontrarse y luego, en el baile, la convertiría en el objeto de su atención. Darcy esperaba que la sorpresa y la confusión generadas por esa conducta le permitieran reclamar su compañía al menos para algún turno de baile, durante el cual él le ofrecería a la muchacha una disculpa bien elaborada por los reprochables modales que había mostrado durante su primer encuentro. Darcy confiaba en la impredecible inteligencia de la señorita Elizabeth Bennet para inspirar su conversación de ahí en adelante y sorprenderla con el carácter absolutamente imprevisto y deferente de su conducta. El caballero sonrió para sus adentros al imaginarse a la muchacha hermosamente confundida. Quedaría totalmente atrapada y sin recursos. Entonces, señorita Elizabeth Bennet, empezaremos de nuevo.
Siendo fiel a su idea, cuando los Bingley le pidieron que les acompañara durante su visita a los Bennet para invitarlos al tan esperado baile, Darcy declinó solemnemente el ofrecimiento, y en lugar de eso, se dedicó a atender la correspondencia con su administrador. Luego pasó más de una productiva hora con Trafalgar en el campo. Darcy evitó con cuidado estar presente en cualquier lugar donde pudiera encontrarse con Elizabeth Bennet, y la única vez que la vio antes del baile fue el domingo en la iglesia de Meryton, pero incluso en esa ocasión no hubo entre ellos más intercambio que un saludo formal por su parte, al que ella respondió de manera fría.
El martes por la mañana, el mismo día del baile, Darcy dio un último tirón a su chaqueta mientras Fletcher, que sostenía con cuidado sus zapatos de baile, regresaba de buscar el champán de la cosecha adecuada para darles un brillo inconfundible. Fletcher había enviado a Erewile House, la casa que Darcy poseía en Londres, a buscar su mejor traje de gala, que ahora colgaba listo en una silla. El ayuda de cámara había recorrido los establecimientos locales en busca de un par de medias blancas aceptables, pero al final se vio obligado a pedirlas también a Londres. Darcy notó que su camisa estaba almidonada e impecablemente planchada, al igual que una selección de corbatas, y que su reloj, sus gemelos, el alfiler de esmeralda y la leontina reposaban sobre la cómoda tan relucientes como la sonrisa de satisfacción que adornaba la cara de Fletcher cuando salió del vestidor, con los zapatos en la mano.
—Listo, señor. —El ayuda de cámara le presentó los zapatos a Darcy para que los inspeccionara—. Tan brillantes como si hubiese encontrado el betún 98, en lugar de tener que usar el 02. —Darcy asintió con la cabeza, pues su mente estaba ocupada en las intricadas sutilezas de la disculpa que todavía estaba tratando de pensar—. Mmm. —Fletcher carraspeó y esperó a que los ojos de su patrón se fijaran en él—. Señor Darcy… acerca del chaleco para esta noche —dijo con cuidado.
Darcy lo miró con suspicacia.
—Sí, ¿qué pasa con el chaleco? Es el de seda negra a juego con los pantalones, ¿no es así?
—Sí, señor, pero estaba pensando… —Fletcher guardó silencio mientras Darcy entrecerraba más los ojos y luego concluyó apresuradamente—: en el chaleco de seda verde esmeralda y oro.
—¡Fletcher!
—Era sólo una sugerencia, señor. Nada más. Será, entonces, el negro. —El ayuda de cámara puso los zapatos en el suelo, al lado del asiento sobre el que estaba el traje cuidadosamente colocado—. Aunque —dijo, suspirando— no puedo explicarme la razón por la cual usted desea desaparecer entre los paneles de madera, eclipsado por los llamativos jovencitos vestidos con vulgares uniformes.
—¡No pretendo «desaparecer entre los paneles de madera» esta noche, Fletcher!
—Aun así, señor.
—¿Qué quieres decir?
—Como usted dice, señor, usted no pretende volverse invisible esta noche.
—Pero usted cree que con el chaleco negro y, a pesar de mis intenciones, ¿voy a desaparecer? —lo desafió Darcy.
—Señor Darcy —respondió Fletcher con paciencia, haciendo uso de sus conocimientos en el arte de la sastrería—, estoy seguro de que su presencia resulta notoria en cualquier lugar al que usted se digne asistir. Pero he observado, señor, que un salón lleno de casacas rojas tiende a distraer a ciertas personas, principalmente a la parte femenina de la raza humana. Las damas, Dios las bendiga, parecen necesitar algo en qué fijarse.
Darcy reflexionó, dudoso, sobre aquella idea, mientras Fletcher sacaba el chaleco en cuestión de la caja que había llegado de Londres. Una vocecita que provenía de lo más profundo de su mente se asombró de que estuviese considerando, aunque fuera durante un segundo, semejante despropósito, pero cuando Fletcher regresó, él mismo no pudo apartar los ojos del suave resplandor que producían los hilos verde esmeralda y oro, que creaban sobre el fondo de seda negra un espléndido diseño geométrico. ¡Tal vez… no haría daño a nadie!