Yo, la enfermera
El olor a desinfectante se mezclaba con el leve aroma de jazmines que venía de la ventana. Julián observaba el techo blanco del hospital, el mismo que veía desde hacía seis meses, desde el accidente. Antes era un hombre fuerte, dueño de su propio taller, siempre con las manos manchadas de grasa y la sonrisa lista para su esposa, Laura.
Pero desde que perdió la movilidad de las piernas, también empezó a perderla a ella.
Laura ya no lo miraba igual. Al principio, lo visitaba todos los días, le traía flores y hablaba de esperanza. Pero con el tiempo, las flores se marchitaron y las visitas se hicieron breves. A veces solo dejaba un "cómo estás" y una mirada de pena antes de marcharse, siempre con prisa.
La que sí se quedaba era Elena, la enfermera de turno nocturno. Tenía una voz serena, como quien sabe curar con palabras. No solo cambiaba sus vendajes, también escuchaba sus silencios. Le hablaba del mar, de las luces de la ciudad, de libros que nunca había leído.
Y sin darse cuenta, Julián empezó a esperarla más que a su propia esposa.
Una noche de lluvia, mientras todos dormían, Elena entró con una manta extra y lo cubrió.
—No debería encariñarme —susurró ella.
—Ya lo hicimos los dos —respondió él, mirándola a los ojos por primera vez sin miedo.
Desde entonces, cada noche se volvió un refugio. Ella le devolvía las ganas de luchar, y él, sin moverse, empezó a caminar de nuevo… pero por dentro.